Cualquier intento por sacar lo que llevaba dentro era
imposible. Como cuando Alicia se hacía pequeñita, y veía el mundo tan grande
que la ahogaba. Había olvidado cómo escribir, ya no sabía perderse en los
misterios de los edificios antiguos, quería escapar. Aquella ciudad gris la
ahogaba. El humo de los coches hacía desaparecer los colores bonitos de los
corazones. Las letras de los apuntes se emborronaban entre ese humo.
Un día escribió sobre las diferentes capas de pintura de una
pared. Al final, no queda ni un sólo resto de lo que hubo por primera vez. Y en
la superficie, un cartel anuncia el próximo concierto. Conocía todos los
portales de aquella ciudad maldita, las aceras, el color del atardecer y las
noches naranjas; que tanto odiaba. A veces se respiraba paz, a veces era
imposible respirar. Sin guantes, pero sin las manos frías. Había hablado tanto
de su corazón que ahora se había quedado sin palabras, quizá estaban entre ese
humo. El humo del invierno.
Suspiraba por tener una azotea desde donde mirar todo lo que
ocurría, y acababa por hacerla en su mente. Desde esa azotea vislumbraba todas
las historias que había creado, con o sin final. Un joven disfrazado de mimo
lleno de pecas. Una señora tocando el piano con sus manos huesudas. Melodías
desafinadas, el acto final. Se rompió entre las vías de un tren y se desplomó
queriendo volver a empezar.
Los trenes idealizados, los bocadillos de domingo, sal en el
mar y en los ojos. Lienzos pintados de rojo pasión o de rojo sangre, la de un
corazón que apenas renace. Personajes reales e inventados. Quién sabe a dónde
van los deseos, o lo difícil que es renunciar a un sueño. Había imaginado
futuros, futuros diferentes. La lluvia se lo había llevado todo, maldita ciudad
lluviosa.
Removiendo el café se había encontrado con diferentes
miradas en el fondo de la taza: luminosas, oscuras, inmensas. La ilusión del
primer día y la amargura de la última noche. Cuando no sabía que le iba a
deparar la vida cerraba los ojos y ahí estaba. Desaparecían todos los
personajes, todas las historias, se callaba el corazón, se quedaba tranquilo.
Emergía un faro, azul. De repente, se tranquilizaba por dentro. El mar en
calma, los susurros de la marea. Los ojos cerrados, y la vida como un libro que
se cierra y vuelve a abrir. En la primera página aparecía una niña con una
sonrisa inocente. Había eliminado todos los fantasmas. Todo el dolor. Ya sólo
quedaban cicatrices apenas visibles, heridas olvidadas, recuerdos escondidos.
Y unas terribles ganas de vivir.