martes, 19 de junio de 2012

todas las canciones de amor mienten


Noto las heridas del corazón chorrearme por las esquinas y el agujero del pecho tiritar pidiendo más comida. Ya ha engullido mis ganas de vivir, y sé que no se saciará hasta que se nos coma a los dos. Y ni las letras, ni los pinceles, ni siquiera las notas de música, logran calmarlo. Te escucho de fondo, repitiendo que por favor no me vaya, que estás tratando de amarme con todas tus fuerzas. Me oigo gritarte que los intentos no son suficientes, que tenías tres disparos y que te has quedado sin balas antes de tiempo. No contestas, y espero que mis palabras hayan arañado la máscara de superficialidad que llevas en la cara. Me precipito hacia la cortina de agua que está cayendo fuera, y corro hasta que se me olvida quiénes somos. La cabeza me late casi con más fuerza que el corazón, pum pum, pum pum, y pienso qué pasaría si decidiera arrancarte de mi miocardio y hacerte pedazos. Si moriría en el intento o si acabaría con un corazón más sano. Cuando ya no puedo correr más, me dejó caer en un montón de raíces y cierro los ojos. Me llueve encima como nunca antes lo había visto, como si el cielo estuviera incluso más triste que yo. Me pregunto si a él también le invaden esas continuas ganas de explotar, de marcharse llevándoselo todo por delante y sin dar explicaciones. Inexplicablemente, la nariz se me inunda de un amargo olor a café.

Y con los primeros rayos de luz de la mañana, apareces. Me envuelves en tus brazos, y susurro a susurro, curas todos y cada uno de los desgarros de mi corazón. Me dices que me quieres más de lo que cabe en tu cuerpo, que me desbordo por tus poros y chorreo hasta el suelo, y aun así sabes que podrás quererme más cada día que pase. Suavemente, me sostienes contra tu pecho y caminas hasta casa mientras se hace de día, mientras yo, en tus brazos, voy convenciéndome paso a paso de que el amor es real, de que todas esas canciones no mentían.

Pero sí lo hacían. Abro los ojos mientras amanece, aún descoyuntada entre las raíces. Me arrastro hasta casa, dejando en cada paso tres gotas de sangre y miles de esperanza, y cuando llego encuentro la chimenea apagada y los cajones vacíos. Te has marchado. Y aprieto los labios mientras me embarga la certeza de que nunca, por muchos años que viva, dejaré que nadie me haga tanto daño como tú.

jueves, 14 de junio de 2012

El mar, tú y yo


Me relamí los labios y sonreí al sentir la sal que aún quedaba sobre ellos. El sol hirió mis ojos, y miré a lo lejos: tú no eras más que una silueta a contraluz recortada contra la suave luz del amanecer. Me acomodé directamente sobre la arena, sin toalla. Ésa era nuestra política: nada de barreras entre nosotros y la vida. El sol, lo tomamos sin toalla. Las bebidas, sin pajita. El amor, sin condón. Te acercaste lentamente, dejando suaves huellas sobre la arena, y me di cuenta de hasta qué punto te amaba: podría vivir toda mi vida sin salir de una de ellas.
Me alcanzaste, me besaste y me levantaste en el aire: mi vestido blanco se hinchó como un globo con el aire caliente que entraba por entre tus brazos. La luz del amanecer nos inundó, se metió por entre nuestros dedos y en los recovecos de nuestro amor, como diciendo que ella sabía que nosotros siempre estaríamos juntos.
Me llevaste hacia el mar, mientras yo reía y gritaba y me retorcía entre tus brazos, mi lugar favorito en el mundo. Más aún que la playa vacía en la que estábamos.
Recuerdo que el agua estaba helada, y que chillé cuando se me coló por entre los dedos de los pies. Tú me arrastraste hasta el fondo, riendo, y sumergiste mi cabeza haciendo que mi risa se llenara de agua salada. Yo te salpiqué y los dos jugamos a saltar las olas.

El mar, tú y yo, la perfección hecha realidad.

lunes, 11 de junio de 2012

Sorpresas al abrir la puerta


-Sólo he venido para decirte que te quiero, Lucía. Que te quiero en verano, en bikini y shorts y con un helado de mora en la mano. Que te quiero en otoño, con el gorrito de punto blanco y corriendo entre las hojas secas fingiendo que eres un avión. Que te quiero en invierno, con el abrigo abrochado hasta las cejas, la bufanda y el vapor de tu aliento aventurándose por mi nariz. Que te quiero en primavera, con el vestido blanco que, como ya sabes, es mi favorito. Cuando floreces, y eres más bella que todas las rosas de mi jardín. Y esto no te lo digo porque Marta se haya marchado, porque estés sola o porque sea San Valentín. Es porque he pasado las últimas dos horas y cuarto mirando nuestras fotografías, hasta que se me ha ocurrido que revivir los recuerdos sería más divertido si los creamos otra vez. ¿Qué me dices? Un año no es tanto tiempo. Sigo teniendo el Chevrolet que me compré cuando estábamos juntos, de hecho está aparcado en la puerta, esperando a que subas para arrancar y llevarnos a donde tu brújula nos diga.

-Lo siento, Mateo, lo siento tanto. Te eché de menos en verano, cuando llegué a la playa y ya te habías marchado, y comí tanto helado de mora que ni siquiera entraba en mis shorts favoritos. Te extrañé en otoño, cuando todos los árboles de mi jardín conservaron sus hojas y mi avión se había quedado sin gasolina (te la habías llevado tú). Te eché de menos en invierno, cuando tuve que hacer guerras de bolas de nieve conmigo misma, y me comí veinticuatro uvas(las tuyas y las mías) y del empacho que me dio no pude salir a la calle a contemplar mi aliento formar nubes. Te extrañé en primavera, cuando cada margarita que deshojaba me decía lo mismo: No, no te quiere. (Y encima las rosas de tu jardín, que son las más malvadas, añadían: Si lo hiciera, no se habría marchado nunca). Así que quemé ese vestido que tanto te gusta, y pasé dos horas y cuarto contemplando nuestras fotografías. Y decidí que ya estaba bien de esperas sin sentido, y que ya iba siendo hora de encontrar otra media naranja con la que crear nuevos recuerdos.
Así que le puedes decir a tu Chevrolet que lo siento mucho, y que me encantaría que me llevara, pero que mi brújula y yo hemos decidido que tú, Mateo, ya no vas a ser el Norte nunca más.