miércoles, 5 de junio de 2013

En el fondo siempre he sido un poco guerrera


Hay mañanas en las que me levanto guerrera, con ganas de romper con todo. Tengo el impulso de salir a la calle desnuda y olvidarme de los complejos, comprar el pan y volver a casa. Es esa sensación de libertad que sientes cuándo en la playa corres hacia el mar, sabiendo que en unos segundos estarás completamente inmersa. Con la piel fría y los ojos bien abiertos. O hacer una acampada a plena luz del día en medio de la carretera, con un mantel rojo de cuadros a modo de vestido. Es como cuándo en verano te pones un vestido blanco y te sientes bonita, y tienes ganas de girar en espiral para enseñarle a todo el mundo el vuelo de tu vestido. O una noche de verano, con un poco de alcohol y muchas ganas de bailar. Será que llega el verano, y que tengo tantas ganas de sonreír que me nacen cosquillas en los pies. Cómo me gustaría coger un avión sin saber su destino, o dormir en un cuartucho de un albergue tapándome con una pequeña sábana. Tengo sed de aventuras, de coger una mochila y escapar, no importa si lejos o cerca. Teñirme el pelo de rojo Clementine, porque ya se sabe "las pelirrojas dominarán el mundo" y pintarme los labios a juego. Y qué me mire la gente, que importa. Deshacerme de prejuicios, recuerdos, miedos, complejos, vivir al día, y si llueve saco el paraguas y si hace sol me pongo falda. El mejor recuerdo es siempre el que está por venir, y yo tengo una fábrica de recuerdos preciosa que empieza por A y acaba por O y tiene una R en medio. Quizá se llama Amor. Así que te propongo un juego, vamos a querernos para siempre, tú reirás con mis vestidos y yo adoraré tus camisas de cuadros. Bailaremos bajo la lluvia cuándo caiga torrencialmente y nos refrescaremos bajo el sol cuándo nos atormente con su calor. Es fácil. Hay días en los que me levanto guerrera y todas las guerras que quiero lidiar terminan con tu nombre.

Un "para siempre" estaría genial


Tripulábamos barcos, desayunábamos cada día en un lugar diferente y amábamos la vida tal y como se nos presentaba. Eterna, efímera, en forma de avión y ventanillas de autobuses. Lo que más me gustaba era preparar el desayuno. Poner el café al fuego lento y colocar las tazas cada una en su sitio. Lo más bonito era conquistar casas abandonadas, imaginar vidas que nunca ocurrieron en ellas, o quizá sí y nadie lo sabe. Lo ideal era encontranos gatos por las aceras tomando el sol. Eramos dos desconocidos que se conocen demasiado bien. Había una chispa entre nosotros que aún hoy nos sigue. Nos ilumina. Hace que nuestros cuerpos no quieran separarse nunca. Un "para siempre" estaría genial. Eso eran nuestros días de viaje. Nuestra mirada perdiéndose desde la ventanilla del autobús. Mi cabeza recostada en tu hombro. Dejar que las horas pasen para llegar a nuestro destino. Eramos felices saltando de un día a otro con una única preocupación: Vivir como si la vida nos fuera en ello. Y nunca mejor dicho. Amándonos como locos en cualquier lugar porque el lugar es lo de menos. Sentir que estamos en una montaña rusa, en una noria en lo alto del Tibidabo, mientras despega el avión, cogidos de la mano. Esa sensación que te agarra el pecho y te provoca una sonrisa enorme. Esas mariposas que viven en nuestras manos desde un verano fugaz. No necesito nada más. Nada más que la eternidad de tu mirada.