Tripulábamos barcos, desayunábamos cada día en un lugar
diferente y amábamos la vida tal y como se nos presentaba. Eterna, efímera, en
forma de avión y ventanillas de autobuses. Lo que más me gustaba era preparar
el desayuno. Poner el café al fuego lento y colocar las tazas cada una en su
sitio. Lo más bonito era conquistar casas abandonadas, imaginar vidas que nunca
ocurrieron en ellas, o quizá sí y nadie lo sabe. Lo ideal era encontranos gatos
por las aceras tomando el sol. Eramos dos desconocidos que se conocen demasiado
bien. Había una chispa entre nosotros que aún hoy nos sigue. Nos ilumina. Hace
que nuestros cuerpos no quieran separarse nunca. Un "para siempre"
estaría genial. Eso eran nuestros días de viaje. Nuestra mirada perdiéndose
desde la ventanilla del autobús. Mi cabeza recostada en tu hombro. Dejar que
las horas pasen para llegar a nuestro destino. Eramos felices saltando de un
día a otro con una única preocupación: Vivir como si la vida nos fuera en ello.
Y nunca mejor dicho. Amándonos como locos en cualquier lugar porque el lugar es
lo de menos. Sentir que estamos en una montaña rusa, en una noria en lo alto
del Tibidabo, mientras despega el avión, cogidos de la mano. Esa sensación que
te agarra el pecho y te provoca una sonrisa enorme. Esas mariposas que viven en
nuestras manos desde un verano fugaz. No necesito nada más. Nada más que la
eternidad de tu mirada.