Clava sus huesos en el zurzido de las sábanas, amolda su
cuerpo en el colchón, se abraza las piernas y se encoge, se hace pequeña, y me
mira con ojos de pena.
-Duele- me dice.
Y yo me tumbo junto a ella, me amoldo a su postura y
comparto su dolor, intento atenuarlo cogiéndole un poco y quedándomelo yo, pero
el dolor es demasiado y se sale de nuestras costillas. Amenaza con herirnos
eternamente, y nosotros nos miramos con miedo. Miedo a las alturas, miedo a
querernos mal, miedo a estar perdidos. Levanta la vista y me mira. Yo respiro
por ella, me encajo entre sus músculo y comparto su dolor para que le hiera
menos. Pero ni por esas se cierra la herida y al final los dos acabamos
llorosos, doloridos, con la necesidad de una tirita permanente. Nuestros
cuerpos se inundan de huracán, de ruina y de espinas. Ella se aferra fuerte a mí
y yo me dejo hacer. Dos almas heridas en una habitación demasiado pequeña para
dejar volar los miedos.