martes, 16 de octubre de 2012

Víctor y su princesa

 
Víctor se sabía de memoria cada lunar de su delicada espalda. Se los había aprendido en las noches de música a la guitarra bajo el cielo estrellado de Biarritz. Se los había aprendido recorriendo cada milímetro de su piel con la yema de los dedos, con cuidado, con miedo por si aquella muñeca de porcelana se rompía en pedacitos.
Pero su princesa no era la misma desde hace un tiempo; los secretos se habían infiltrado en su sistema circulatorio y las penas se habían quedado a vivir en su miocardio. Su princesa se había convertido en un juguete inerte, frío: ya no sentía nada. Ni miedo, ni amor, ni tristeza, ni ganas. Un fantasma en este mundo de paseantes vivientes.
Una vez tropezó con un bache y aún estaba esperando a levantarse. Pero la verdad, se la habían jugado tantas veces que ya ni la importaba, no la dolía. Se había acostumbrado a ser la muñeca de todos aquellos hombres que la deseaban (y sólo eso); se hizo a eso de los orgasmos sin amor de madrugada y se dejó llevar por las dos primeras palabras bonitas que le dijera cualquiera.
Luego conoció a Víctor, que era diferente, que no era como nadie.
Pero tras un tiempo de alegrías las penas volvieron a instalarse en su pecho y ahora, Víctor, no sabía que hacer con su pequeña muñeca de porcelana, no sabía nada de su pasado y no sabía que era eso que atormentaba todas sus noches.
Entonces se dio cuenta de que lo que ella necesitaba era un poquito de amor (del de verdad), como si fuera eso un chute de adrenalina para ella, o la respiración asistida cuando te fallan las fuerzas.

Lo que ella necesitaba, como lo necesitamos todas, eran mimos en la cama y caricias por las mañanas.