miércoles, 11 de julio de 2012

un amor sin límites y sin daños colaterales


Fue el día en que decidió cambiar el colacao por el café, el que se apuntó a la academia de inglés, el que dejó el té de las 5 por el mojito de las 8, el día que cambió el segundo vagón del metro por el décimo asiento del bus; fue ese día el día en que todo cambió, en el que ella decidió cambiar, en el que, al fin, su mundo cambió. Tenía que rehacerlo todo, cambiarlo, darle vueltas, tirar algunas cosas, comprar otras nuevas. Tenía que deshacerse de todo aquello que la recordara a él, era la única forma de volver a empezar. Así que tiró aquel regaló que le había comprado por su aniversario y que nunca llegó a darle; y se compró los tacones más altos de la tienda de la calle Jorge Juan. Se deshizo de aquel viejo libro de poemas que en realidad nunca le había gustado; y se fue al cine a ver una película de acción de esas que hace años que no veía, de las que te dan un vuelco al corazón. Además, cambió la vieja eléctrica que él se había dejado en casa por un ukelele como el de Audrey en Desayuno con diamantes y decidió que su desordenada cabeza merecía un descanso en las playas mediterráneas.
Entre todo este alboroto de cambios, ese día también fue el que decidió que nunca más nadie la haría daño. Que no se volvería a dejar engañar. Que ahora la tocaba a ella ser feliz. Fue ese mismo día en el que se prometió a sí misma no volver a enamorarse (que eso dolía demasiado).
Y fue ese mismo día cuando se tropezó con el chico más maravilloso de toda la plaza San Marcos, el mismo chico que más tarde rompería todas sus reglas y destrozaría todas sus cuadrículas para hacerla creer en un amor sin límites y sin daños colaterales.

¿Será que el destino siempre nos tiene algo preparado?