domingo, 31 de julio de 2011

Bajo el cielo estrellado


Víctor se sabía de memoria cada lunar de su delicada espalda. Se los había aprendido en las noches de música a la guitarra bajo el cielo estrellado de Biarritz. Se los había aprendido recorriendo cada milímetro de su piel con la yema de los dedos, con cuidado, con miedo por si aquella muñeca de porcelana se rompía en pedacitos.
Pero su muñeca no era la misma desde hace un tiempo; los secretos se habían infiltrado en su sistema circulatorio y las penas se habían quedado a vivir en su miocardio. Su muñeca se había convertido en un juguete inerte, frío, ya no sentía ni miedo, ni amor, ni tristeza, ni ganas. Un fantasma viviente en este mundo de paseantes, paseantes de la vida. En cambio ella se había tropezado con un bache y aún esperaba a levantarse. Pero se la habían jugado tantas veces que ya no la importaba, no le dolía. Se había acostumbrado a ser la muñeca de todos aquellos hombres que la deseaban y, acostumbrada como estaba a los orgasmos sin amor de madrugada, se dejaba llevar por las dos primeras palabras de amor que llegaban a su mirada, o a sus labios.
Víctor no sabía que hacer con su muñeca hasta que se dio cuenta de que lo único que ella necesitaba era algo de amor, lo necesitaba tanto como un chute de adrenalina o una respiración asistida cuando te fallan las fuerzas.
Lo que ella necesitaba eran mimos en la cama y caricias por las mañanas.