Y
ahí estabas tú, sentada en el alféizar de la ventana de un hotel cualquiera,
semidesnuda y con el cigarrillo entre los dedos. Perdiendo la vista entre los
pájaros y entre las uñas azules de tus pies. Inventando cielos, contando
amaneceres, olvidando las veces que deseaste que alguien te arrancara una sonrisa
de los ojos, ni más ni menos. Tú eres así, sólo te sientes libre en ciudades
desconocidas donde puedes volver a empezar. Caminas del brazo de cualquier
desconocido que te prometa una noche eterna, y te cuelgas de la luna cuando se
quedan dormidos. Recorres su espalda con un dedo, o dos, y te paras a pensar
cuántos lunares tenían los demás. Perdida, confusa. Buscando emociones a bajo
precio. Un beso, un sueño, una escapada al mar, una carta bajo el felpudo. Pero
nunca está esa carta y sigues obsesionada con los trenes nocturnos. Ahí estás,
sentada apoyada en la ventanilla del tren. Alejándote de la vida que creías que
tenías. Dispuesta a conquistar otra noche y a brillar como una bombilla rota.
Llegas al andén y te sientas en uno de los bancos, invisible, y te dedicas a
soñar como sería tu vida si fueras uno de ellos. Con horario, platos en la mesa
a la hora de comer, y a la de cenar, y los niños dándote los buenos días. Eso
de amanecer cada día en un lugar distinto te hace un alma errante. Y escribes,
escribes todo lo que te pasa en tu viejo cuaderno y a veces lloras cuando nadie
te ve, como una bombilla rota. Las escaleras siempre son el mejor refugio para
las almas solitarias; como la tuya. Y ahí sigues, agarrándote las piernas
esperando que algo te rescate de esa vida inventada, mientras te miras las uñas
azules de los pies. Azul cielo inventado.