viernes, 11 de noviembre de 2011

Una carta bajo el felpudo.


Y ahí estabas tú, sentada en el alféizar de la ventana de un hotel cualquiera, semidesnuda y con el cigarrillo entre los dedos. Perdiendo la vista entre los pájaros y entre las uñas azules de tus pies. Inventando cielos, contando amaneceres, olvidando las veces que deseaste que alguien te arrancara una sonrisa de los ojos, ni más ni menos. Tú eres así, sólo te sientes libre en ciudades desconocidas donde puedes volver a empezar. Caminas del brazo de cualquier desconocido que te prometa una noche eterna, y te cuelgas de la luna cuando se quedan dormidos. Recorres su espalda con un dedo, o dos, y te paras a pensar cuántos lunares tenían los demás. Perdida, confusa. Buscando emociones a bajo precio. Un beso, un sueño, una escapada al mar, una carta bajo el felpudo. Pero nunca está esa carta y sigues obsesionada con los trenes nocturnos. Ahí estás, sentada apoyada en la ventanilla del tren. Alejándote de la vida que creías que tenías. Dispuesta a conquistar otra noche y a brillar como una bombilla rota. Llegas al andén y te sientas en uno de los bancos, invisible, y te dedicas a soñar como sería tu vida si fueras uno de ellos. Con horario, platos en la mesa a la hora de comer, y a la de cenar, y los niños dándote los buenos días. Eso de amanecer cada día en un lugar distinto te hace un alma errante. Y escribes, escribes todo lo que te pasa en tu viejo cuaderno y a veces lloras cuando nadie te ve, como una bombilla rota. Las escaleras siempre son el mejor refugio para las almas solitarias; como la tuya. Y ahí sigues, agarrándote las piernas esperando que algo te rescate de esa vida inventada, mientras te miras las uñas azules de los pies. Azul cielo inventado.