domingo, 26 de diciembre de 2010

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Max sueña con ser aviador, con poder rozar las nubes con la punta de sus dedos desde el avión. Quiere que alguien le enseñe a tocar el acordeón, y a alcanzar con la lengua la punta de su nariz. Max sabe escribir su nombre y contar hasta diez, porque cuando era más pequeño un señor con abrigo y sombrero fue a su habitación del hospital a enseñárselo. Max sabe que el cielo es azul, que los algodones de azúcar son rosas y que el césped del parque es verde, porque lo ha visto en las películas. Ha oído las risas de los niños, la música de los tiovivos y el pitido del tren, porque todos los días Greta le trae de regalo un sonido, que captura en su grabadora. Max ha olido las rosas, porque cuando cumplió siete años su madre le trajo una, para que conociese un poco más del mundo que existe fuera de las sábanas de su cama del hospital.
Todos los días, después de que la enfermera le traiga el desayuno, mira por su ventana y sueña. Con pisar la luna, con besar a una chica, con ser tan viejo que la barba blanca le cuelgue hasta los tobillos. Max tiene once años y ni un solo pelo en su cabeza, pero cuando se pone la peluca rubia apenas se nota. Con la morena sí, por eso apenas la saca del armario. Sueña con vivir hasta los mil años, pero ha oído decir a los médicos que probablemente no alcanzará los dieciséis. Sabe que es distinto a los demás, porque los niños que ve en la televisión tienen pelo y salen a la calle, y juegan con pelotas, y se ríen. Lo que no sabe es que forma parte de los ciento sesenta mil niños que viven hoy en día en los hospitales, sin saber que la clave de su encierro se encuentra en una sola palabra: cáncer.

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Un rebelde